miércoles, 8 de septiembre de 2010

Sin San Antonio, no hay Santa Marta.

La mañana aún no había llegado, cuando su mano suave y enérgica, buscó mis vergüenzas, las que a esa hora de la mañana, lejos de avergonzarme me ponían tieso de un orgullo malsano y machista.
Me rozó el brazo con sus senos desnudos y yo salí a sembrar de besos esa boca del amanecer.
Una boca de dientes prominentes que muchas veces antes, me habían puesto a soñar aquellos besos que hoy experimentaba por primera vez.
Una boca que venía acompañada de todas las razones que una boca que se precie ha de tener en su pasado, su presente y su futuro, es una boca que emerge entre las rosas que vestidas de sangre le dan su color, es una boca que huele a margaritas, que sabe a vida, que sueña envuelta en sus propios ardores, los que lujuriosos y pecadores están al acecho de un momento a solas entre mis células, para humillarlas.
Tal vez cupiese pensar que todo su ser invita al pecado... Pero no es así.
Sólo su boca es la que esta mañana habló las razones que no me dejaron terminar mi sueño. Sólo su boca me empujó vulgar y brutalmente contra las sábanas del deseo.
Solamente su boca me mordió en sueños hasta despertarme, para que notase toda mi ignorancia de esa boca.
Es esa boca, la que me alejaría de Dios, pero me llevaría al Paraíso.

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